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viernes, 17 de marzo de 2017

Alguien enamorado

Sobre Like someone in love (Abbas Kiarostami)

El último largo de Abbas Kiarostami, Like someone in love (2012) fue filmado en Tokio. En principio, Kiarostami iba a titularla The End. Cuando la hizo, él no podía saber que con ella iba a concluir su obra. Kiarostami murió en París el 4 de julio pasado. Ironías de la contingencia: Like someone in love es la firma de autor al pie de una obra que siempre desplazó el fin de sus películas hacia afuera del plano. Ni Kiarostami sabía que, al terminar su película de una cierta manera, estaba dejando su rúbrica en la historia del cine. El final de Like someone in love es una declaración de principios acerca del vínculo del cine con el mundo, que se juega en una puja inestable entre interior y exterior, dos dimensiones que a su vez dependen del límite que siempre impone un marco. La ventana indiscreta, probablemente. Y por todo esto, Like someone in love es una recusación de todo intento de dar por terminado nada. Ni un amor, ni un relato, ni una película ni el cine terminan nunca de terminar.

El amor después del amor. La película japonesa con la que el cineasta iraní terminó sin saberlo su filmografía tiene un título en inglés. A Kiarostami hubo un punto en el que se le hizo insostenible seguir filmando en Irán. Su cine surgió de los caminos escarpados y sinuosos de su tierra natal, se dejó fracturar por un terremoto que desorganizó su grado cero del relato (¿Dónde queda la casa del amigo? / Y la vida continúa) y a partir de ahí fue tejiendo la trama poética de la fractura, la contingencia y el desvío. Todas sus películas adoptan, en forma y materia, la pregunta por el desvío. Las circunstancias históricas produjeron otra fractura que lo llevó a filmar dos largos fuera de Irán: Copie Conforme (Francia-Italia, 2010), su película europea, y Like someone un love, su película japonesa con el título de un standard del jazz cantado por Ella Fitzgerald en 1957. Es el disco que pone a girar el protagonista para ambientar su escena amorosa. No "alguien enamorado", sino "como" alguien enamorado. Kiarostami logra una delicadísima película de amor entre personajes de diversas generaciones, uno que porta el paso sereno y fatigado de la tradición, los otros la turbulencia incierta de la juventud. Las canciones clásicas nos ayudan a vivir amores que nunca terminan con un acorde afinado. El amor no parece ser contenido del todo en ninguna canción. Ni en ninguna película. Kiarostami habla así de su propia extranjería: no está ni en la tierra ni en la época a la que pertenece. Pero en lugar de cerrarse en un confort interior, con su delicadeza infinita deja astillar su fábula por un piedrazo violento desde el exterior. Una noche de cristal que se hace añicos. No hay película mejor para dar por terminada nuestra incursión por los cines que aún no se hicieron.

El cine después del cine. Allá por finales de los años 80 se puso de moda decir que el cine había muerto, todos andaban diciendo cosas parecidas: la muerte del hombre, la muerte de Dios, el fin de la historia, el fin de la política. Al final, nada finalizó. Sobre la muerte del cine había hablado Godard, creo, o Susan Sontag. Afortunadamente Godard muy en serio no se lo tomó, porque durante las décadas siguientes siguió haciendo cine y poniendo en evidencia todo lo que aún no se había filmado. Quizás su temprano acercamiento a la exploración de las posibilidades del video, luego del digital, finalmente del 3D, lo convencieron de que lo que se terminaba es una cierta teoría del cine, ya muy asentada desde mediados de siglo, y no el cine mismo. A su primera película digital le puso en el título la palabra "Film".

Pero, ¿quién impide que las cosas muten? Estamos en 2017 y el cine mutó en lugar de morir. Los 24 cuadros por segundo parecen situarse en la zona de las tecnologías obsoletas, pero tampoco la música se terminó cuando se dejaron de fabricar discos de pasta para hacerlos en vinilo, ni cuando el vinilo fue desplazado por el casete, desplazado a su vez  por el cd, que dio paso al mp3, para volver al vinilo. La ontología de la música no tenía por qué condenarse a un soporte, así como la del cine no quedó aferrada a la película de nitrato de plata ni al celuloide, ni a los 24 cuadros por segundo. 

Más allá de la cuestión tecnológica que permitió la invención del cinematógrafo, es evidente que la captura de la luz que emite el mundo sigue produciéndose en las cámaras digitales. No hay motivos para otorgarle estatus de mayor verdad al registro fílmico que al magnético o al digital, como no sea una fetichización de los soportes. La imagen digital tiene su propia materialidad, porque toda producción humana la tiene. El problema está en detenerse en un materialismo abstracto, que no es capaz de comprender la totalidad del dispositivo cinematográfico y reduce el todo a solo una parte. ¿La imagen digital da lugar a un aumento de las posibilidades de manipulación? Es posible: se puede manipular más fácil, pero desde que existieron el encuadre, los bordes del plano, la profundidad de campo, el montaje, el corte inicial y el corte final que enmarca a una película, ya desde entonces se desencadenaron las posibilidades de la manipulación, que la sintaxis narrativa delineada por David W. Griffith o el montaje de atracciones programado por Eisenstein no hicieron más que potenciar.

Por ende: el cine no tiene por qué terminar con el celuloide ni con los soportes analógicos, así como las mutaciones de la imagen no empiezan con los programas de computación.  

El cine no es lo mismo que un mero registro fotográfico fijo pasado a mucha velocidad, sino una doble proyección, o proyección en un doble sentido: unos haces de luces móviles chocan contra una pantalla y afectan la visión de un espectador, quien organiza ese magma de impresiones de acuerdo con cierta lentitud perceptiva peculiar de nuestro sistema nervioso, mientras la subjetividad del espectador proyecta sobre esos datos una organización propia, que se rige tanto por los códigos introyectados por la cultura como por sus fantasmas personales. En fin, el proyector proyecta, pero el espectador también proyecta.


Kiarostami estaba empezando a ser conocido en el mundo cuando se puso de moda hablar de la muerte del cine. Así que atención pido al silencio y silencio a la atención, que voy en esta ocasión, si me ayuda la memoria, a contarles que a mi historia le faltaba lo mejor. El punto de partida de Kiarostami es cercano al neorrealismo, tal como puede habérselo apropiado un iraní culto de mediados del siglo xx. Nada sabemos de la astucia persa que puede haber operado en esa apropiación. Nada sale de la nada, pero el cine iraní es tan moderno como arcaico en proporciones para nosotros desconocidas.

Como sea, Kiarostami conquistó una posición desde la cual puede avistarse la totalidad del cine como un problema de marco: donde termina el plano cinematográfico no termina el mundo. Esto ya el cine lo había asumido, pero él le adjudica una jerarquía especial al desplazamiento, al desvío, cierta poética antiaristotélica que lleva a acentuar la función del inicio y del corte como fatalidades contingentes, sin conclusión. Una película empieza por algún lado, pero la peripecia ya se ha iniciado cuando la película arranca. En el principio hay un plano y un campo de visión, es decir, un límite espacial y por ende un fuera de campo. Las ventanas, los vidrios, los reflejos, son elementos del mundo de los que se vale el cine de Kiarostami para indicar el límite que pone que funcionar el cine. Cuando la chica va en el remís atravesando Tokio, mientras escucha los mensajes desolados que su abuela deja grabados en su celular, su mirada melancólica está sumida en una introspección sobre la cual Kiarostami proyecta las luces de neón de la ciudad reflejas sobre el cristal de la ventana. Por eso, el plano cinematográfico tal como lo filma Kiarostami contiene dentro suyo una superficie que retorna afuera del plano, y el nuevo intimismo que la vida contemporánea experimenta en el interior de un auto incluye el reflejo de un exterior. Esa manera de hacer entrar adentro el afuera es lo que impide todo cierre. Por eso, el final de la filmografía de uno de los más grandes directores de la historia del cine no es el final del cine, ni siquiera el final de esa película. Kiarostami integra con tanta finura un pasado muy remoto a este presente feroz que todo en él nos lanza al futuro del cine.