todos estamos igual

martes, 15 de marzo de 2016

Ni olvido ni perdón

Más sobre Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino


por Oscar Cuervo

Primera parte del análisis de The Hateful Eight, acá.

Segunda parte, en el programa radial Patologías Culturales, acá.

Tercera parte:

a José Miccio, Nicolás Prividera y Roger Koza

En medio del desierto nevado de Wyoming, debajo de un crucifijo cubierto de nieve, el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), un oficial negro que combatió en la Guerra de Secesión por las fuerzas abolicionistas del norte, espera una diligencia que se acerca mientras una terrible tormenta la viene persiguiendo. Marquis se quedó sin su caballo y lleva una pila de cadáveres por los que piensa cobrar su recompensa. Después de la guerra se dedicó a ser un caza-recompensas. En la diligencia que se acerca viene John Ruth (Kurt Russell), otro caza-recompensas, junto a su presa viva, Daisy Domergue, (Jennifer Jason Leigh), por la que espera cobrar 10.000 dólares cuando llegue a su destino, Red Rock. Cuando la diligencia llega adonde espera Warren, él le pide al chofer que lo deje subir. Pero tendrá que negociarlo con Ruth, que apunta al negro con su rifle: no quiere que un desconocido le arruine la oportunidad de llegar con su presa viva. Los tratos se hacen buscando argumentos convincentes pero con el dedo en el gatillo. La guerra terminó, la esclavitud fue abolida, pero reina una paz armada en la que cada cabeza, viva o muerta, está tasada en dólares.


Así arranca Los ochos más odiados, la última película de Tarantino. Dividida en seis bloques de duración disímil, el primer capítulo se llama "Última diligencia hacia Red Rock". El título anuncia una meta a la que ninguno de sus personajes llegará. El desvío, el diferimiento, la desproporción y la interferencia son rasgos que dan forma la película. Los ocho más odiados (el título original, The Hateful Eight, dice simplemente "Los ocho odiosos") podría parecer un western pero no lo es, así como sus personajes se acreditan como algo que podrían no ser, mediante documentos que continuamente presentan ante la mirada desconfiada de cada ocasional competidor -al fin y al cabo, se trata de negocios. La pantalla ancha y la ficción (el fingir que son lo que no son) dentro de la ficción histórica son formatos de los que Tarantino se vale para hacer una película que se piensa, que piensa el cine americano y el lugar en cuya tradición ocupa con malestar su propio autor. La provisoriedad de los vínculos que los odiosos pactan, las continuas negociaciones que los reformulan, el relevo entre negociación y violencia, la violencia como modo de resolver una negociación definen el pulso de la película.


"Si hay nieve, no es un western", dictamina Ennio Morricone, el autor de la música. Morricone la había compuesto para The Thing (1982) pero John Carpenter usó apenas unos tramos. Tarantino siempre quiso que el maestro italiano de los soundtracks musicalizara alguna de sus películas. El músico desempolvó una vieja partitura para esta película, que guarda una vaga similitud argumental con aquella para la cual estaba hecha. La crítica enfatizó el parentesco entre The Thing y The Hateful Eight pero, como sucede siempre con las referencias que Tarantino implanta, las diferencias son tanto más importantes que los parecidos. En las dos películas hay paisajes nevados, en las dos un grupo de personas que no se quieren se ven obligadas a compartir un espacio cerrado. En las dos están Kurt Russell y Morricone. Ahí terminan las similitudes. Carpenter es uno de los últimos clásicos y Tarantino hace esta película para proclamar que el clasicismo no es posible. No se trata de una opción estética: es un problema político: el ya citado malestar de Tarantino con el clasicismo norteamericano. Tiene razón Morricone: no es un western, pero no porque haya nieve. Él mismo había compuesto la música de un spaghetti western de Sergio Corbucci de 1968, El gran silencio, con nieve, caza-recompensas y un refugio en medio de la tormenta, otro posible precursor de The Hateful... La insistencia de Tarantino de rodar en soporte fílmico con un lente de 65 mm para que se proyecte en formato Ultra Panavision 70, que hace casi 50 años que no se usaba, instaló en el público y la crítica la expectativa de un despliegue visual con grandes planos abiertos de los cielos de Wyoming, pero de eso habrá muy poco. Tarantino se desvía. Partes de los dos primeros capítulos -los más breves- transcurrirán en el interior de la diligencia, con fugaces incursiones en la inmensidad nevada. En el segundo capítulo se sube otro personaje al carro, que se acredita como el designado sheriff de Red Rock y también quiere guardarse de la tormenta. Pero el tramo mayor de la película, el decisivo, ocurrirá en interiores.


Llega el momento de hablar de la tormenta: ella podría dar lugar a un gran espectáculo de esos que el cine americano actual se esmera en diseñar. No es el caso. La tormenta es acá una amenaza que se cierne sobre los protagonistas, de ella huyen. Los obliga a juntarse primero en la diligencia, a pesar del estorbo que representan unos para otros. En el tercer capítulo, cuando la tormenta llega, se tendrán que refugiar en la posada de Minnie. Hay apenas una secuencia, cuando dos personajes trazan con estacas y soga un camino entre la posada y la letrina, en la que la tormenta aparece dominando el plano. La secuencia marca un eje espacial del conflicto, entre el exterior y el interior. A pesar de este lugar descentrado que ocupa en la trama, la tormenta es el pivote secreto de la película. Perdón: no a pesar, sino naturalmente. Dije antes que desvío, diferimiento, desproporción e interferencia son los principios rectores de la película. Es natural que la tormenta funcione como una especie de centro desplazado en esta construcción diferida. Es huella de una voluntad autoral que plantea la imposibilidad de conciliar en la ficción lo que en el mundo está desavenido. Nadie llegará a Red Rock pese a todas las acreditaciones que muestren (como sheriff, como verdugo, como amigo de Lincoln, etcétera). El clasicismo es una meta imposible.


El tempestuoso Tarantino destituye todo intento de ese orden que tardíamente quieren restaurar tipos como Eastwood o Spielberg en el cine norteamericano en su relación con la historia -la carta apócrifa de Lincoln que lleva Marquis como escudo protector ante los blancos armados incluye una toque sentimentalista típicamente spielberguiano que el desbordado final desactiva. La tormenta es la voluntad ficcional que impide llegar a destino, junta a los que se odian en un espacio cerrado, hace temblar la puerta de la posada, muta el western en grand guignol, el cine en teatro, desquicia la línea temporal del relato, lo detiene, lo bifurca, lo hace retroceder y vuelta a avanzar, desenmascara las imposturas de la ficción dentro de la ficción y desarticula esa comunidad imposible. Si al principio la tormenta juntó en la diligencia a una especie de comunidad fordiana disfuncional, al cabo el conjunto se autodestruye. Con deliberación, como si toda su filmografía previa lo trajera hasta acá, Tarantino destruye toda épica y consuma una comedia negra anti-fordiana.



Desde Inglorious Basterds, pasando por Django Unchained, hasta The Hateful Eight, Tarantino adjetiva sus títulos con negaciones. En los tres casos hay algo que desde el nombre mismo se niega, como si Tarantino dijera: no, no, no. Son tres películas en las que toma elementos históricos como materia para amasar una ficción que los desfigura. La deformidad que el cineasta les impone a los acontecimientos históricos generó una serie de discusiones acerca de los usos de la historia en la ficción. El cine piensa. No se trata de que un director manifieste su opinión sobre las cosas que pasan o pasaron afuera de la sala, en el mundo. El cine no está separado del mundo, no es un refugio contra el mundo, ni el espectador es ese muñequito programado para guardarse en el lugar oscuro, olvidarse de sí y temblar de goce o de miedo cuando la pantalla pulse determinadas cuerdas. La tendencia dominante del cine industrial hace lo posible para reducirlo a esto. Pero Tarantino es un analizador: las reacciones de la industria, de la crítica y de su propio público dan cuenta de un estado de cosas de la tradición en y contra la cual él quiere colocarse. ¡Cómo? ¿Ahora es político? ¿Hace falsos westerns? ¿Anti-westerns? ¿Comedias sobre tragedias? ¿Pantalla ancha y soporte fílmico como simple capricho para encerrar a 8, 9 o más personajes en una cabaña? ¿Tensa infinitamente la cuerda durante una hora y media antes del primer disparo, para luego arruinar tanta contención con profusos vómitos de sangre, cabezas voladas y brazos amputados? ¿Pura egomanía para agotar la paciencia del público ansioso, que se levanta antes del primer disparo, el que venía a ver "una de Tarantino"? El nombre del juego es paciencia.


Tarantino no convierte a la tormenta en espectáculo y hasta desdeña la inmensidad el cielo, la montaña nevada y la energía cinética de la diligencia que haría lucir el Ultra Panavisión. En cambio, se encierra en un interior organizado e iluminado como ¿un teatro? pero escorzado como solo el cine. Esta interferencia no renuncia al espectáculo. Lo que desconcierta es que Tarantino se mantenga fiel a una tradición: el estallido, diferido, eso sí, de la violencia en el gran espectáculo de masas y, a pesar de eso, se niegue al imperativo ético de resolver en la pantalla lo que en el mundo sigue desquiciado. El asunto no es cuánta violencia se muestra sino cómo. Ese cómo no puede terminar de comprenderse si no se piensa el continuo problema de la (des)proporción que esa violencia trata infructuosamente de resolver, la línea delgada que separa a la justicia de la vendetta en un sistema en el que cada vida vale tantos dólares, como lo plantea el (falso) funcionario judicial Oswaldo Mobray (Tim Roth). El desmadre en la violencia no es el regodeo evitable de un film que podría haberse rematado mejor, sino la impugnación de una armonía que Tarantino no quiere en el cine, como no la querría Fassbinder con otro estilo.



No estoy queriendo legitimar así un procedimiento cinematográfico: en todo caso, no creo que sea función de la crítica legitimar nada ni encontrar argumentos que hagan aceptable a una obra, ni tampoco sumirse en el atajo pueril o, peor, cualunquista, del gusto (¡cómo me gusta Tarantino! ¡me encanta Spielberg!, etcétera). Lo que me interesa es comprender la obra y no erigirme en fiscal o consumidor suyo.



Si Tarantino es un analizador es porque en lo que se dice sobre sus películas se deja ver cómo se piensa el crítico, qué rol se adjudica y desde qué fundamento se para. El dilema binario entre el disfrute estético particular o el juicio ético universal como posibilidades de una conversación con la obra es falso por insuficiente. Comprender las posibilidades que una obra pone en juego en el tratamiento de la violencia no lleva a homologar cualquier violencia en términos de cantidades: no es lo mismo Dirty Harry que Taxi Driver, y el motivo de la diferencia no es constatar que un director asuma una ética correcta o cercana a la del espectador o el crítico. No son lo mismo porque el sostén de las respectivas obras producen con el espectador vínculos distintos. Ahí hay política y no en el dato extrínseco de las preferencias del cineasta, el crítico o el espectador.


Desvío, postergación, desproporción e interferencia responden a una voluntad de desarreglo formal. Esa es su política de autor: el vínculo que la película establece con el ojo proyector en el momento de la proyección. Doble proyección de la que hablé antes, que en The Eight... es orquestada en la magistral secuencia en la que el general confederado Sandy (Bruce Dern) imagina el revulsivo relato que Marquis Warren hace de la muerte de su hijo, con la chupada de pija negra más política de la historia del cine. El primerísimo primer plano de los ojos de Smithers durante el largo, divertido y ultrajante cuento (¿inventado?) se alterna con, ahora sí, grandes planos generales en los que el viejo imagina la vejación del hijo por el negro. Mientras Warren relata con fruición, le pregunta al viejo: "¿lo estás viendo?". La tensión acumulada a lo largo de hora y media estalla y ya nada la detendrá.


¿Ajusticia Tarantino en esta secuencia la historia del esclavismo norteamericano, así como algunas interpretaciones le adjudican haber intentado ajustar cuentas con el nazismo en Inglorious...? Una ficción no puede torcer, corregir ni reparar un daño hecho en la historia. Semejante ilusión es sostenida por quienes mistifican la experiencia cinematográfica con afirmaciones como "el cine es más grande que la vida", como si una ficción pudiera hacer justicia histórica. Hay que desconocer el problema de la justicia tanto como el de la ficción cinematográfica para postular algo así. Si hay un ajuste de cuentas no es con nazis de opereta o con esclavistas odiosos, sino el que hace Tarantino con su propio lugar en el cine norteamericano, con el orgullo de la nación: un ajusticiamiento del cine consigo mismo.



Surgido en la época en la que las tradiciones cinematográficas se impusieron como el asunto obsesivo del cine -el cine sobre el cine, las sagas, los reboots, las secuelas, las precuelas, los guiños, la tribalización de públicos en torno a la celebración acrítica y el consumo indiscriminado de géneros- Tarantino estuvo a punto de constituirse en emblema de esa actitud. Pero en sus últimas películas se puso en desaveniencia con ese destino que amenazaba neutralizar su potencia.


El motivo por el cual el último período de Tarantino resulta estimulante para el pensamiento no es solo -aunque también lo es- su destreza dramatúrgica, lo que esta palabra signifique aplicada al cine: arquitectura narrativa, ritmo, movimiento, oralidad, organización de tiempo, espacio e información, tensión, música, tonalidad, prodigiosa marcación de actores y todo lo que quieran agregar. Homero Alsina Thevenet usó la expresión "dramaturgo cinematográfico" para referirse a Ingmar Bergman y probablemente se escandalizaría al verla aplicada a Tarantino. Por suerte, las palabras no tienen dueño. Tarantino tiene un talento excepcional para todo eso, pero ya lo tenía en sus dos primeras películas. Procedimientos similares no dieron idénticos resultados en el tramo siguiente de su obra, cuando se puso a jugar con ese vintage típico del posmodernismo noventista. En Inglorious Basterds, Unchained Django y The Hateful Eight, el cine de Tarantino no solo cita el cine previo, incluso el propio; tampoco se limita a celebrar el placer del cine que se repliega sobre sí mismo, fuera del mundo. Lo que sus últimas películas logran es que sus formas y modos no solo sientan sino que además piensen. Daisy Domergue, la mujer diabólica que cuelga en el final de The Hateful Eight, ella también odiosa, cuya muerte es observada con morbo por sus victimarios. La alusión a la imagen del Cristo nevado del principio significa una evidente inversión de signos. En una oscilación entre esos dos pobres cristos se ublica el cine de Tarantino.

No hay comentarios: