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jueves, 12 de enero de 2017

Invasión zombie


"Para mí es evidente que las secuencias de una película nunca deben estancarse, sino avanzar siempre, exactamente como avanza un tren rueda tras rueda o, más exactamente todavía, como un tren «de cremallera» sube la vía de una montaña, engranaje tras engranaje" le dijo Hitchcock a Truffaut en un pasaje célebre de sus conversaciones. La comparación no es forzada ya que capta muy bien un rasgo esencial del cine. No es sorprendente que haya sido el mayor pensador del cine quien lo percibió. Una película es un viaje en tren, con su trayecto de lectura lineal indetenible, su arranque y su llegada, su exposición temporal del espacio y sus secciones compartimentadas. El espectador y el pasajero se parecen en que son transportados por un artefacto mecánico que les demanda una reducción al mínimo de su motricidad.

El cine también es un sueño colectivo, en ocasiones una pesadilla. A oscuras y prácticamente inmóviles, la parte del cuerpo que soñadores y espectadores no dejan de mover son los ojos.

Yeon Sang-ho conjuga ambos elementos en su película Train to Busan (que acá se estrena con el título de Invasión zombie): un viaje enloquecido en tren que es también una pesadilla terrorífica y divertida. Para ello adopta los motivos de un género muy transitado del cine actual: la proliferación de los zombies. Su dramaturgia es sencilla hasta el extremo, pero la gracia y el miedo están en recorrerla.


Los zombies son personajes súmamente cinemáticos, carecen de atributos psicológicos, son pura presencia y despliegue rítmico. Pueden ir lentísimos, como los de Tourneur, o lentos, como los de Romero. O maníacamemte rápidos, como los de Yeon Sang-ho. Pero su ritmo es lo que siempre los singulariza. La coreografía brusca y desarticulada de estos zombies coreanos me hace acordar a los movimientos de los adictos al paco que vemos en las noches de Buenos Aires.

Quizás hay otra característica de los zombies que les confiere una especial vigencia. Los habitantes de las grandes ciudades actuales en las horas pico tienen algo de zombies, en su ferocidad icónica y su despersonalización.

Por eso, Train to Busan puede interpretarse como una gran metáfora de la época. No parece casual que su protagonista sea un operador financiero que tiene problemas para desempeñarse como el buen padre de su dulce niña, dado que está absorbido por su trabajo, una modalidad sofisticada de la antropofagia. Trabaja para le empresa Biotech, lo que parece sugerir algún tipo de manipulación transgénica. Como padre e hija no se llevan bien y ella quiere volver con su madre, tienen que tomar el tren de Seul a Busan. Cuando un zombie se cuele abruptamente en el tren, va a desencadenarse una feroz dialéctica de la supervivencia, en la que los pasajeros se enfrentarán continuamente al dilema de la cooperación o el egoísmo (algo en principio ajeno al horizonte moral del protagonista). Todo tiene que resolverse con la velocidad con que avanza el tren y la brusquedad con que se mueven los zombies.

Train to Busan es una experiencia literalmente arrolladora, cuya apropiada comprensión solo puede ocurrir en una gran sala de cine, si está repleta, mejor. En este sentido, parece que los coreanos entienden mejor que nadie el ámbito y la dimensión en los que puede recuperarse el concepto clásico del cine como arte popular. El mayor valor de la película es cómo dosifica la emoción a través del tamaño y la duración de los planos.

El primerísimo primer plano de unos ojos espantados o el gran plano general picado de una turba de zombies persiguiendo a un tren en fuga tienen su función precisa y su diálogo con los movimientos de la mirada a través de la pantalla y el tiempo asignado a la observación mediante el montaje. Y eso en un led o en un monitor se pierde del todo. Sería como la diferencia entre escuchar una sinfonía en una sala o a través de los auriculares de un celular: la experiencia misma o su simulación. Train to Busan es un caso típico de cine que hay que ver en le cine. ¡No la vean online, vayan al cine!

El terror y el goce de la película de Yeon Sang-ho se consuman al plasmar una versión jodidamente plástica de esta época atroz.

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