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sábado, 25 de julio de 2015

El burgués angustiado

El descubrimiento de la subjetividad


Países Bajos, 1641, dos mil años después de la escena de la muerte de Sócrates, un hombre se pone a pensar, en un contexto por completo diferente. Rene Descartes (Francia, 1596-1650), educado en la cultura escolástica dominante en Europa en ese momento, muy apegada a una tradición que considera que la verdad ya está básicamente dada, escrita en los textos canónicos -la verdad sobrenatural, revelada en las Sagradas Escrituras, la verdad natural, establecida en los libros del antiguo filósofo griego Aristóteles-, se convence de que todo lo que en ese marco le han enseñado está viciado de dogmatismo. Simplemente todos parecen creer en la verdad de esos textos porque vienen impuestos por la tradición y respaldados por la iglesia. La iglesia católica es por entonces algo más que la institución que custodia la fe cristiana, ya que concentra entre sus prerrogativas el control de la vida cultural en un sentido muy amplio: la escolástica católica abarca una visión del universo, del destino humano, de la ciencia y las artes, de la moral y la organización social. Descartes se pregunta si puede decirse que sabe de verdad todo eso que ha aprendido y si dispone de algún criterio para separar lo que realmente sabe de lo que apenas repite dogmáticamente porque la sociedad entera lo cree. Lo hace con las debidas precauciones: en ese momento, la iglesia está siendo cuestionada en múltiples frentes, principalmente por la corriente científica encabezada por Galileo Galilei (Pisa, 1564-1642), matemático, astrónomo y físico que, contra lo que enseña la iglesia en su universidades, sostiene la hipótesis propuesta por Copérnico de que la tierra se mueve alrededor del Sol. La iglesia se aferra a la antigua cosmovisión aristotélica que dice que la fuera está fija en el centro del universo. El principio de autoridad se impone: una teoría es verdadera porque la enseñan los maestros consagrados por la tradición. La verdad se hereda. La iglesia se endurecerá ante el espíritu innovador encarnado por Galileo y condenará sus ideas como heréticas. No sólo quiere defender su visión del universo sino disciplinar a quienes se atrevan a cuestionar el principio de autoridad. Descartes toma nota de los riesgos que implica animarse a pensar por sí mismo. De todos modos lo hace. No sale a la calle, como había hecho Sócrates, a hablar con sus conciudadanos, tampoco se vuelve un proselitista de las nuevas ideas científicas, como Galileo. Descartes se encierra a pensar en sus aposentos, a meditar para sí mismo, aunque deja constancia de esas reflexiones en su libro Meditaciones Metafísicas, escrito en un latín culto que lo pone a resguardo de una divulgación indeseada:

"Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que desde mis primeros años había admitido como verdaderas una cantidad de opiniones falsas y que lo que después había fundado sobre principios tan poco seguros no podía ser sino muy dudoso e incierto, de modo que me era preciso intentar seriamente, una vez en mi vida, deshacerme de todas las opiniones que hasta entonces había creído y empezar enteramente de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias.

(…) “he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar.

“Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones”.

Descartes ha llegado a la mediana edad y goza de una tranquilidad económica y una madurez que le permiten sentarse a pensar sin apremios. Es un burgués gentilhombre. Y entonces se pregunta qué es lo que sabe de verdad. Quiere deshacerse de todas las opiniones falsas e inseguras y empezar enteramente de nuevo desde los fundamentos. Ya conocemos esta actitud de pensamiento, nos referimos a ella en el post "Lo inquietante", cuando hablamos del tipo de preguntas que caracterizan a la filosofía. Detrás de su prudencia, el proyecto que Descartes formula es de una enorme ambición: pensar por sí mismo, dejando en suspenso la tradición y lo aceptado por el consenso social. Ir a fondo, sólo aceptar como verdadero lo que no le deje lugar a dudas, lo que se presente ante su mente atenta con evidencia, claridad y distinción. Su meta son las verdades indudables pero su método es la duda: si de algo no está completamente seguro, lo rechazará como si fuera falso. Debe haber algo indudable, aunque todavía no pueda decir qué es. Semejante ambición bastará para que su propósito lo exceda y lo trascienda, pese al cuadro íntimo en que se describe pensando. Se propone reflexionar para darse a sí mismo sus verdades indudables, eludiendo los errores más comunes y tratando de sortear incluso los errores más improbables e imaginativos: dudar de todo, excepto de aquello de lo que dudar sea imposible. Semejante propósito, a la larga, irá más allá de su edificación personal. Descartes va a marcar un hito en la historia de la filosofía, dando inicio, con su proyecto de empezar desde cero, a la modernidad. La tradición quedará abolida y el único tribunal de la verdad será su propia certeza.


Si al comienzo parece partir de un estado de ánimo sereno, a medida que se interna en sus propias dudas, descubrirá el peligro de pensar solo. ¿Es que acaso pueden estar todos los hombres equivocados? ¿Incluso puede engañarse el a sí mismo en lo que cree ver y pensar? ¿Puede estar viviendo una vida de sueño o de alucinación? Por ese camino, al advertir que parece no encontrar ninguna certeza, nada evidente y seguro, ni lo que le enseñaron, ni lo que percibe o piensa, admitirá su angustia. Tiene la sensación de haber caído en aguas profundas y no se siente capaz ni de hacer pie en el fondo ni de salir a la superficie. El riesgo que ha querido evitar en el mundo exterior lo estará esperando en el rincón más cálido de su interioridad.

Y cuando parezca ser posible dudar de todo, de pronto descubrirá ese punto arquimédico sobre el que se apoyará toda la filosofía moderna, de ahí en más. “Y yo: ¿no soy acaso algo?”. Mediante la duda es posible poner en crisis todas las certezas anteriores, pero aun así, el yo que duda, el que se angustia, el que no sabe si posee alguna certeza, en el mismo momento en que duda, está pensando, lo cual implica que existe: “Pienso, ergo soy”. Esta pequeña fórmula de pensamiento reconfigurará la tarea de la filosofía en los siglos siguientes. Yo puedo estar percibiendo el mundo real tal como es o puedo percibirlo de un modo erróneo; puedo estar soñando, mi mente puede estar desquiciada por alguna falla congénita de la que no puedo percatarme: todo eso es dudoso, pero aún en las hipótesis más extremas, soy yo el que está dudando, con lo cual: yo soy. Descartes incluye en la zona de las percepciones no seguras las ideas que me formo del mundo y de mí mismo: quizás no sea el que creo percibir, quizás el mundo sea distinto y mis percepciones estén plagadas de errores que ni siquiera puedo detectar, pero aun así, de todos esos objetos dudosos no hay duda que yo los estoy percibiendo. De este modo, queda descubierta la subjetividad: el yo que piensa, que puede engañarse acerca de todo menos de que está pensando. Yo soy el sujeto que percibe, observa, sueña, juzga, se engaña, razona, se equivoca: en todos esos casos soy un sujeto pensante y de eso no puedo dudar. Puedo dudar acerca de esos objetos que percibo: quizás no sean así como los percibo; quizás incluso solo los esté soñando; o puede que no, que sean tal como los percibo. Lo cierto en todo esto es que yo los percibo. Como objetos de mi pensamiento ellos existen, aunque no puedo estar aún seguro de que más allá de mí ellos existan por sí mismos.

La Segunda Meditación Metafísica en la que Descartes hace este prodigioso descubrimiento filosófico tiene un título que establece el programa de toda la filosofía moderna: “De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo”. El pensamiento moderno se caracteriza por esta certeza de que el yo, el sujeto cognoscente, es lo más cercano y lo más seguro, lo inmediato y por ende lo más cognoscible. El mundo exterior, incluidas cosas y personas, la naturaleza y la tradición, todo puede ser dudoso y solo tiene existencia segura en el campo de mi propia subjetividad. El sujeto se conoce a sí mismo directamente, en sus pensamientos; y conoce a los objetos indirectamente, a través de sus propios pensamientos. Los objetos del mundo son, ante todo, objetos pensados por mí. Desde ese momento, la filosofía moderna quedará frente a un problema crucial: si estoy seguro de mi propia subjetividad, ¿cómo puedo estar seguro de la objetividad de mis percepciones? ¿Cómo puedo saber que las cosas son como yo las percibo? 

Descartes tendrá una respuesta que no viene al caso desarrollar aquí, y que será ciertamente muy discutida por toda la posteridad. Sin embargo, durante los siglos de la modernidad ningún filósofo, ni los racionalistas, ni los empiristas, ni los criticistas ni los idealistas, podrán sustraerse a la pregunta: ¿cómo es posible conocer una realidad objetiva más allá de mi subjetividad? El problema crucial de la filosofía moderna será el problema de la validez objetiva de mi conocimiento y para él cada filósofo tendrá una salida diferente. No obstante, todos se moverán en ese territorio que Descartes delimitó al comienzo de esta era: el yo. Con sus diversas denominaciones: la subjetividad, la conciencia, el entendimiento, la razón, la percepción, el espíritu. Basta con repasar los títulos de los grandes libros de la filosofía moderna para advertir que, aun los adversarios más enconados de Descartes, van a seguir explorando el ámbito de la subjetividad: Hume (Ensayo sobre el entendimiento humano), Kant (Crítica de la razón pura), Hegel (Fenomenología del espíritu) y así sucesivamente: en la modernidad ese yo que Descartes descubrió parece ser el ámbito de una exploración infinita.

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